Crisis.

Desde chica siempre quise ser escritora. Tenía una computadora grande que intentaba ser beige, pero era más bien gris, sistema Windows 98 arriba de un escritorio de madera contra una pared con ventana en mi cuarto. Tenía 6 años y tipiaba cuentos sin sentido alguno.

Siempre responsabilice (y agradecí) a mi mamá por el placer que me produce escribir. Ella me motivó, me regaló cuadernos, libros, me enseñó y me dejó ser partícipe del mágico momento que es verla leer o escribir a ella misma.

Nunca dudé, nunca quise ser otra cosa, no tuve un momento de indecisión ni cambie jamás de parecer. La idea de un futuro vinculado a la escritura me emocionaba demasiado. Y todavía lo hace, pero cada vez se ve más improbable y distante.

Todos hablan de la crisis de los 30, de los 40, de los 50. Aparentemente yo estoy atravesando la crisis de los 20; me estoy dando cuenta de que la adolescencia ya paso, crecí, tengo responsabilidades, facturas que pagar, trámites que hacer.

Pasan los meses, pasan los “CV” enviados, también los ignorados, las entrevistas que terminaron en un “…no es lo que buscamos pero gracias por venir. Te vamos a tener en cuenta.” Y así también se me pasa el entusiasmo, empiezo a sentir que quizás no soy buena para esto, que quizás el problema no es el sistema, quizás soy yo.

Ahora solo me invade el miedo: conseguir un trabajo de cualquier cosa, en un local de ropa, moza de un bar, nunca ser lo que realmente quiero ser, tener que conformarme. No es para mí.

La gente actúa, pretende que todo está bien, que no importa. Yo misma vivo esa mentira. Pero después me encuentro moviendo los pies, apretándome los dedos de los nervios que me causa la indeterminación, lo desconocido.

A veces me gustaría que alguien se borre la cara de felicidad e ilusión, me mire con honestidad y me diga que siente lo mismo que yo. Creo que ahí, en ese momento, recobraría la esperanza.